“No se ha considerado, entre otros factores, la ausencia de medidas de mitigación, compensación o reparación por la pérdida del valor turístico y los impactos sobre la Reserva Nacional Pingüino de Humboldt”
Diputado Patricio Vallespín, 25 agosto 2010.
Está interesante lo sucedido en Punta Choros y la fallida instalación de la termoeléctrica. De partida es un hito en las controversias ambientales/energéticas. Yo, al menos, no tengo recuerdo de una movilización pública de esta magnitud por un tema ambiental desde lo del atolón de Mururoa. Ni Ralco ni los cisnes valdivianos ni las focas canadienses ni, siquiera, Hidroaysen lograron tal efervescencia.
Pero creo que lo más interesante está en cómo esta controversia produjo nuevas interfaces entre la economía y la naturaleza. O mejor dicho, cómo produjo nuevos procesos de economización. Y de des-economización también. O, digamos, de repolitización de la naturaleza.
Lo que detonó el ‘affaire Barrancones’ fue, a diferencia de lo que muchos ecologistas puedan creer, una expansión del mercado, no su retroceso (si excluimos, claro está, el ‘gesto’ tan anti-mercado de SP parando el proceso a punta de telefonazos). De pronto una serie de entidades, espacios y situaciones que nos estaban normadas por el mercado pasaron a ser criaturas de éste. Por ejemplo, hoy hay 11 proyectos de termoeléctricas a carbón (por una inversión total de US$15.350 millones) que de no mediar intervención correrán la misma suerte que el proyecto de Suez Energy. Entonces, ¿qué hizo el Ministerio de Medio Ambiente junto a Bienes Nacionales? Ensambló un mapa que indica las áreas protegidas que quedarán al resguardo de proyectos termoeléctricos. ¿Y a qué se le llama ‘área protegida’? Básicamente a monumentos, parques y/o reservas nacionales cercanos a la costa. Podría decirse, entonces, que gracias a los pingüinos de Punta de Choros una serie de elementos que hasta ahora no poseía valor en los procesos de calculabilidad de las empresas –iglesias coloniales, albatros autóctonos, coníferas nacionales- se convirtieron en factores que afectarán la línea de producción completa de éstas.
Esto nos lleva a otro punto central: cuando los factores involucrados en la operación de una planta van desde la salud de los cardúmenes de pejerreyes hasta la identidad local, ¿cómo se definen y compensan las externalidades? El debate no es nuevo en la economía. Hay distintas alternativas de compensación (fórmulas institucionales como los contratos vs impuestos/subsidios) y varias maneras de medir las externalidades (willingness-to-pay vs shadow pricing) pero el caso Barrancones muestra que el debate está lejos de cerrarse. Por una parte está el problema de la inconmensurabilidad: ¿hasta dónde podría llegar la lluvia ácida producida por la planta? ¿Y el MP-10 soplado por el viento? ¿Afectaría la emergente industria vitivinícola de la IV Región? Si como dice el diputado Vallespín hay que compensar la pérdida turística, ¿a qué escala hay que hacerlo? ¿Comunal, provincial, regional? Por el otro lado está el problema (para las empresas) cuando el ‘externo’ afectado en la transacción no es un humano, sino un delfín, pingüino, albatros o lobo de mar. El problema es, de partida, quién habla por la gaviota Garuma o el guanaco (¿un residente local? ¿un científico? ¿Qué científico?). Y después, evidentemente, la pregunta es cuáles son los derechos de esta gaviota. Porque los tiene, ¿o no?
Pero aquí viene la reversibilidad, el desborde. Cuando se implantó el famoso DFL 1 en 1981 (la ley que crea el mercado eléctrico) jamás se pensó que junto a los mapas hidrográficos de cuencas y a los modelos de demanda, el mercado que se estaba construyendo (un mercado que operaría, por fin, ‘libre’ de factores extra-económicos) también exigiría mapas del valor simbólico del territorio o de la presencia de fauna extraordinaria; también exigiría reconocerle ciudadanía a los chungungos y pensar en los efectos turísticos a 200 km de distancia. Gabrielle Hecht (y también Çaliskan y Callon) dice que la economización es una forma de politización: una forma de imponer unos modos de calculabilidad y valoración (del valor [value] por sobre los valores [value] diría Stark). Y el ingreso al mercado de delfines, tortugas, áreas patrimoniales, mareas y vientos se puede leer como un modo de expansión de esta lógica. Pero también, porqué no, se puede interpretar como una suerte de venganza, como un rebalse político: todas aquellas entidades que el cálculo económico dejó (políticamente) afuera para construir su mundo de calculabilidad, vouchers y normativas, se levantan, golpean la mesa y contraatacan gritando ‘quisieron marginarnos, armar sus dispositivos económicos/políticos haciéndonos a un lado, pero acá estamos para exigir nuestra ciudadanía’.
Manuel Tironi